2007 Intervención

Utopía

Luz y cristal (cables eléctricos, portalámparas, bombillas, siluetas de latón y árboles de latón y espuma).
Dimensiones variables.

Rien n'aura eu lieu que le lieu.
Stéphane Mallarmé

Utopía es un archipiélago de cristal y luz donde la corriente eléctrica da vida a deseos y sueños en el eclipse de la mirada, en el acontecer de la transparencia. Se presenta como sueño, deseo, ilusión realizable; se muestra paradójicamente, a la vez visible e invisible, su transparencia y visibilidad imposibilitan su apertura, nos descubre su infranqueable apariencia. La transparencia es, entonces, el lugar de la aparición que es, simultáneamente, el de la desaparición.

Utopía es aquello que se encuentra en «ningún lugar», aquello que no tiene ubicación. En su caracterización de espacio y tiempo adquiere unas modalidades propias, desarrolla sus propios ritmos y singularidades. Constelación, archipiélago, polifonía de formas, de contenidos, de métodos, de acontecimientos, es progreso y revolución protagonizados por el hombre, como sujeto que proyecta una-otra-realidad. Escena que la luz sitúa en un-otro-lugar, podría decir en una n-dimensión. La dimensión utópica cuya ambición máxima es la de lograr que utopía y topía se fundan en una sola realidad.

Para alimentar estos escenarios se necesitan orientaciones, referentes de ilusión, actores, intercesores, faros… Islas extrañamente habitadas por el hombre fuera del tiempo y en un espacio volátil, etéreo, lugar donde el hombre anhela y proyecta sus sueños de perfección, en una proyección hacia el futuro. Y todo ello desde la vaciedad o desde la sinrazón que ofrece el momento presente. La búsqueda del presente por ausencia de presente, la utopía como producto del hombre, el único ser capaz de traspasar la frontera del presente, se ofrece como el resultado de la capacidad de escisión entre la realidad y lo otro. Capacidad propia del ciudadano de los mundos posibles.

Oscar Wilde escribió que «un mapa del mundo en el que no esté incluida la utopía, no merece la pena ni mirarlo, ya que deja fuera el país en el que la humanidad está dispuesta a desembarcar en todo momento, y cuando desembarca y mira a su alrededor encontrando un país mejor, larga velas».

Desde los años setenta planea un cierto pesimismo sobre la constelación utópica. La pérdida de fe en el permanente progreso, la crítica a la revolución como panacea salvadora o al humanismo ateo, el desmoronamiento de viejos ideales, las guerras salvajes o las catástrofes ecológicas, la alarma de los científicos acerca de ciertos agotamientos, son elementos suficientes para afirmar que no estamos bajo el signo más propicio para las utopías.

No obstante, como ya dijo María Zambrano, «la utopía es siempre, aun en el ocaso, una idea de aurora». En esta barbarie infinitamente transparente es soledad acogedora; es estrella fugazmente vislumbrada en medio de una negra tormenta; es, en definitiva, lo que nos obliga a encarnar la paradoja. Porque es patrimonio de todos los hombres y de cada uno de nosotros inventar la utopía a cada instante. Su verdadera esencia es el deseo y la no-realización. Y es esto lo que la hace inalcanzable, lo que siempre la sitúa intacta más allá de cualquier reforma o cambio.

Como el tiempo mismo, la utopía reside en lo que ya no está y en lo que está por venir. Es el ligamento que permite la transmisión de la memoria o, al menos, de lo esencial de ella: ese deseo inalienable de llegar a ser habitantes de un mundo más armonioso y bello. Y el fracaso de esta o aquella ideología utópica nunca podrá apagar ni empañar esa luz. «Pues si lo que se alza ante nuestra frente es una aurora, hay que recogerla, y por el contrario, si es un descenso en la grisura, en la opacidad, habrá que alimentar la luz, la misteriosa, la parpadeante luz del corazón capaz de atravesar todo hiatus, todo desierto que nos permita recuperar nuestra ciudad, nuestro escenario, la identidad y la otredad» (Zambrano, Persona y democracia, 1988:172).

Pontevedra, miércoles 13 de Junio de 2007